Está claro que el dolor es una experiencia profundamente subjetiva, pero ¿existen estudios que puedan medirlo de forma más técnica?
La ciencia ha desarrollado diversas herramientas para medirlo y comprenderlo mejor. Si bien no existe un “termómetro del dolor” universal, sí hay estudios y métodos que permiten evaluarlo de manera más objetiva.
Las escalas de autoinforme son las más utilizadas: desde la escala numérica del 0 al 10 hasta las visuales, donde el paciente señala el nivel de malestar representado en una línea o en expresiones faciales. Estas herramientas son simples y efectivas, pero es cierto que dependen de la percepción individual.
Para complementar, la investigación ha incorporado mediciones fisiológicas. La frecuencia cardíaca, la presión arterial, la sudoración o ciertos patrones respiratorios pueden servir como indicadores indirectos del dolor, aunque no siempre son específicos.
En la última década, técnicas como la resonancia magnética funcional y los estudios electroencefalográficos han permitido observar cambios en la actividad cerebral asociados a estímulos dolorosos, aportando datos más precisos para entender cómo el cerebro procesa esa sensación.
Aun así, medir el dolor sigue siendo un desafío. Las emociones, la cultura, el estrés y experiencias previas influyen en cómo se percibe y se comunica. Por eso, los profesionales combinan distintos métodos para obtener una evaluación integral.

