El estrés dejó de ser un pico ocasional para transformarse en un estado casi permanente que desgasta cuerpo y mente. Reconocer sus distintas caras permite comprender por qué la vida acelerada actual exige nuevos hábitos para recuperar energía y equilibrio antes de que la tensión pase factura. Una nota del Psic. Gustavo Ekroth para nuestra revista hermana Hola Salud.
El estrés crónico, el villano de esta historia, no puede definirse sin distinguir antes a sus dos compañeros de viaje: el estrés basal —el “normal”, el que nos mantiene activos y alertas— y el estrés agudo —el puntual, el que nos ayuda a resolver una situación crítica—.
El estrés basal es nuestro motor encendido al mínimo. Vamos por la Rambla, caminando a buen ritmo, con el corazón regulado y la respiración pareja. Es normal: la variabilidad de la frecuencia cardíaca se mantiene amplia, el cuerpo tiene energía para moverse y pensar. Este nivel no daña; al contrario, nos mantiene vivos, activos y atentos. El cuerpo humano está diseñado para sostener el estrés basal sin problema durante horas. Es ese murmullo de fondo que nos acompaña: en la fila del supermercado, manejando al trabajo, caminando por el centro. El cuerpo se regula, late, respira: es la tensión básica de estar vivos.
El estrés agudo es diferente. Es la tormenta repentina; una discusión inesperada, un error en un informe, un frenazo brusco en el tránsito. El corazón se acelera, el pecho se aprieta, la emoción brota —miedo, enojo, nervios, ansiedad—. Pero luego baja: es la exaltación diseñada para la supervivencia. Es como pisar el acelerador de golpe al evitar un choque: el pulso salta, la respiración se acelera, el sistema nervioso nos pone en alerta instantánea para solucionar el problema y después se relaja. El estrés agudo es un pico breve, visible, intenso y pasajero, que ayuda a enfrentar un problema puntual.
El estrés crónico, en cambio, es esa llovizna interminable durante días, semanas y meses que cala hondo. Es como tener todo el tiempo notificaciones activas, sonando y vibrando sin cesar. Nos desgasta y drena la energía vital, aunque no haya ninguna “alarma roja” real que atender. En el estrés crónico, las señales no provienen de amenazas externas inmediatas, sino de pensamientos recurrentes: recuerdos traumáticos o anticipaciones catastróficas que mantienen al sistema nervioso en alerta constante.
Algunos pensamientos del pasado pueden sostener la activación crónica:
Estar almorzando y que venga a la cabeza la vez que el jefe nos gritó por un error mínimo; manejar rumbo al colegio de los chicos y pensar en aquella discusión fuerte con un amigo que nunca resolvimos; despertarnos a la madrugada recordando un examen perdido hace años; estar en el supermercado y, de pronto, sentir culpa por no haber estado con ese familiar cuando nos necesitó.
También hay disparadores sobre el futuro: “seguro me van a despedir”, “cada vez que me llama el jefe pienso que es para echarme”, “mi pareja ya no me quiere”, “una demora en responder me confirma que está con otra persona”, “si me equivoco en esta reunión, se acaba mi carrera”, “este dolor de cabeza debe ser algo grave”, “si no contesto ya ese mail, voy a perder al cliente y todo mi esfuerzo habrá sido en vano”.
En suma, el estrés crónico no lo disparan peligros reales y presentes, sino pensamientos recurrentes, recuerdos que no se apagan y peligros que aún no llegan. La ironía de nuestros tiempos de estrés crónico normalizado es que lo que antes nos daba un infarto, hoy nos da puntos de productividad y propósito.
Los cardiólogos Meyer Friedman y Ray Rosenman (California, 1959) observaron algo curioso: las sillas de su sala de espera estaban gastadas en el borde delantero. Descubrieron que muchos pacientes no se apoyaban en el respaldo y permanecían inclinados hacia adelante, moviendo nerviosamente las piernas; eran los inesperados “limadores” de sillas. Hablaban rápido, se impacientaban con cada demora y, a veces, discutían por trivialidades con la recepcionista. Así definieron la personalidad Tipo A: personas impacientes, competitivas, obsesionadas con el futuro y los logros. En contraste, otros pacientes esperaban tranquilos, charlaban sobre el clima o la pesca, sin urgencias ni tensiones: eran los de personalidad Tipo B.
Lo que en los cincuenta se vio como predisposición al infarto terminó reconociéndose como un estilo psicológico. Y hoy, en 2025, ese perfil Tipo A se celebra como norma de éxito, bajo la bandera del propósito, el liderazgo inspirador y la mentalidad ganadora. En un mundo que corre a 1000 km por hora, ser Tipo B es como mirar la carrera desde la tribuna. La serenidad parece no tener cabida en una economía que premia la urgencia. Tomarse su tiempo, ser paciente y relajado no es “cool”, casi parece vintage.
Pensemos en una ejecutiva que, a primera hora, ya está en la caminadora del gimnasio. Se ejercita por salud —y eso está muy bien— pero, mientras camina enérgicamente, contesta correos, cierra acuerdos y agenda reuniones. Su día, después del gimnasio, es una lista infinita de pendientes. Nadie la cuestiona; al contrario, muchos la admiran y quisieran imitarla. Ser multitarea ya no es una carga: es medalla al mérito. Un informe del American College of Sports Medicine (2023) mostró que más del 40% de ejecutivos de alto nivel utiliza asiduamente el celular mientras entrena en el gimnasio.
Las personas menos “aceleradas”, no adictas al multitasking, parecen estar en extinción. Hoy pocas se permiten tomar un mate tranquilo en la Rambla, mirando el mar y el cielo sin revisar el celular. Muchas veces esa sana calma se interpreta como falta de motivación y ambición. Un estudio de Harvard (2022) mostró que el 70% de los ejecutivos siente culpa si no está ocupado permanentemente. Para algunos, descansar sin hacer absolutamente nada dejó de ser una pausa reparadora y pasó a ser un pecado.
No se trata de demonizar la aceleración del Tipo A ni de idealizar la bohemia del Tipo B. La acción inteligente es recuperar el equilibrio. Elegir día a día tareas en las que la tensión de los propósitos nos impulse a crecer, pero también momentos de modo avión mental para mirar el cielo, escuchar a alguien sin apuro o simplemente respirar.
Algunos trucos sencillos para recuperar el equilibrio: antes de entrar a la próxima reunión, detenerse durante 60 segundos a respirar profundo; dejar el móvil en otra habitación mientras cenamos; reservar diez minutos diarios para leer algo que no tenga nada que ver con el trabajo. Pequeños detalles como estos ayudan a reinstalar la calma como hábito cotidiano. En el trabajo, pautar alarmas para pausar cada dos horas y estirarse o caminar cinco minutos. Está demostrado que esos microcortes laborales reducen hasta en un 20% el estrés acumulado en jornadas largas.
El estrés crónico se parece a conducir con la aguja del tacómetro en la zona roja todo el día: tarde o temprano algo se rompe. Nuestro cuerpo, diseñado para soportar el estrés basal durante horas, se agota cuando la tensión nunca baja. Físicamente, lo notamos en la presión arterial que sube, en el azúcar que se descontrola y en un corazón que late como si corriéramos sin movernos. Según investigaciones, vivir con altos niveles de estrés prolongado aumenta en torno a un 40% el riesgo de infartos y accidentes cerebrovasculares. También envejecemos más rápido: los telómeros, esos capuchones que protegen nuestro ADN, se acortan con cada año de estrés constante.
Y, sin darnos cuenta, solemos combatirlo con métodos caseros dañinos como fumar para bajar un cambio, abrir una botella de vino para relajarnos, comer de más frente a la heladera a medianoche. Creemos que esas cosas calman, pero, a la larga, son estresores disfrazados. La ansiedad vuelve más fuerte y el cuerpo paga la factura.
En lo psicológico, el impacto es aún más claro. La ansiedad generalizada convierte cada día en un “¿y si…?”. Los ataques de pánico pueden sorprendernos en el trabajo o en la calle. El TOC se disfraza de revisar cien veces el celular. La procrastinación nos deja frente a la pantalla, inmóviles, con la culpa creciendo. El insomnio vuelve interminables las noches. La ira estalla en discusiones sin sentido con la pareja o con un desconocido en el tránsito. También aparecen la desmotivación, la tristeza por lo no hecho y la sensación de vacío.
La noticia positiva es que nuestro cuerpo también tiene un botón de reset. Con apenas 20 minutos de caminata diaria o el mismo tiempo de ejercicio moderado, estimulamos la liberación de BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro), una proteína que protege y rejuvenece neuronas. Diez minutos de respiración lenta o meditación bajan el cortisol y amplían la variación de la frecuencia cardíaca, marcadores de resiliencia. Harvard (2022) mostró que programas de mindfulness reducen significativamente el malestar y mejoran productividad y satisfacción personal. El estrés crónico no es un destino inevitable: con acciones simples podemos cambiar el rumbo.
Algunas ideas sencillas y practicables: sentarnos en la Rambla con el mate sin celular y observar el mar; caminar con amigos después del trabajo y conversar sin apuro; escuchar música y bailar, aunque sea a solas, para descargar tensión; buscar contacto con la naturaleza, aunque sea en una plaza; al anochecer, levantar la vista y mirar el cielo en vez de clavar la mirada en las pantallas. Pequeñas decisiones que, repetidas cotidianamente, reprograman el sistema nervioso central, significan menos estrés crónico y más vida.

